miércoles, febrero 28, 2007

Las Fábulas Egipcias, Introducción (5)

No se ha de confundir a los filósofos herméticos o verdaderos alquimistas con los sopladores, los que buscan hacer oro inmediatamente con las materias que emplean, mientras que los otros buscan hacer una quintaesencia que pueda servir de panacea universal para curar todas las enfermedades del cuerpo humano y un elixir para transmutar los metales imperfectos en oro. Es propiamente los dos objetivos que se proponían los egipcios, según todos los autores tanto antiguos como modernos. Es este arte sacerdotal del que hacían tan gran misterio, y que los filósofos tendrán siempre envuelto en la oscuridad de los símbolos y las tinieblas de los jeroglíficos. Se contentarán en decir como Haled:[1] Que hay una esencia radical, primordial, inalterable en todos los mixtos, que se encuentra en todas las cosas y en todos los lugares; ¡dichoso aquel que puede comprender y descubrir esta secreta
esencia y trabajarla como es preciso! Hermes dice también que el agua es el secreto de esta cosa y el agua recibe su alimento de los hombres. Marcunes no tiene dificultad en asegurar que todo lo que está en el mundo se vende más caro que esta agua, pues todo el mundo la posee, todo el mundo la necesita. Abuamil dice, hablando de esta agua, que se encuentra en todo lugar, en los llanos, en los valles, sobre las montañas, en el rico y en el pobre, en el fuerte y en el débil. Tal es la parábola de Hermes y de los sabios, tocando su piedra; es un agua, un espíritu húmedo del que Hermes ha envuelto su conocimiento bajo las figuras simbólicas más obscuras y las más difíciles de interpretar.
La materia de donde se saca esta esencia encierra un fuego oculto y un espíritu húmedo; no es sorprendente, pues, que Hermes nos la haya presentado bajo el emblema jeroglífico de Osiris, que quiere decir fuego oculto,[2] y de Isis que siendo tomada por la Luna, significa la naturaleza húmeda. Diodoro de Sicilia confirma esta verdad diciendo que los egipcios que consideraban a Osiris y a Isis como dioses, decían que éstos recorren el mundo sin cesar, que alimentan y hacen crecer todo, durante las tres estaciones del año, la Primavera el Verano y el Invierno y que la naturaleza de estos dioses contribuye infinitamente a la generación de los animales, porque uno es ígneo y espiritual y el otro húmedo y frío; que el aire es común a los dos; en fin, que todos los cuerpos son engendrados y que el Sol y la Luna perfeccionan la naturaleza de las cosas.

Plutarco[3] nos asegura por su lado, que todo lo que los griegos nos cantan y nos declaman, los gigantes, los titanes, los crímenes de Saturno y de los otros dioses, del combate de Apolo con la serpiente Pitón, las carreras de Baco, las búsquedas y los viajes de Ceres, no difieren en nada de lo que se considera de Osiris y de Isis, y que todo lo que se ha inventado de parecido con tanta libertad en las fábulas que las divulgan, debe ser entendido de la misma manera, como lo que se observa en los misterios sagrados y que se dice ser un crimen el desvelarlo al pueblo.
 Todo en la naturaleza ha sido engendrado de lo cálido y lo húmedo; los egipcios dieron al uno el nombre de Osiris y al otro el de Isis y dijeron que eran hermano y hermana, esposo y esposa. Se les tomó siempre por la naturaleza misma, como veremos en lo que sigue. Cuando no se quiera recurrir a sutilidades será fácil descubrir lo que los egipcios, los griegos, etc., entendían por sus jeroglíficos y sus fábulas. Las habían imaginado tan ingeniosamente que ocultaban muchas cosas bajo la misma representación, como entendían también una misma cosa por diversos jeroglíficos y diversos símbolos, los nombres, las figuras, las mismas historias eran varias pero el fondo y el objeto no eran para nada diferentes.

Se sabe, y sólo es preciso abrir las obras de los filósofos herméticos, para ver a primera vista que no sólo han seguido el método de los egipcios, en todos los tiempos, para tratar de la piedra filosofal sino que también han empleado los mismos jeroglíficos y las mismas fábulas en todo o en parte siguiendo la manera en que ellos eran impresionados. Los árabes han imitado más de cerca a los egipcios, porque tradujeron a su lengua un gran número de tratados herméticos y otros escritos en lengua y estilo egipcios. La proximidad del país y por consiguiente la frecuentación y el comercio más particular de estas dos naciones puede también haber contribuido a ello.

Esta unanimidad de ideas y este uso no interrumpido después de tantos siglos forman, sino una prueba sin réplica, por lo menos una presunción de que los jeroglíficos de los egipcios y las fábulas habían sido imaginadas en vistas a la gran obra e inventadas para instruir en su teoría y en su práctica, solamente a algunas personas, mientras que a causa del abuso y de los inconvenientes que resultarían de ello, se tendrían la una y la otra ocultas al pueblo y a los que se juzgara no dignos.
Yo no he sido el primero que haya tenido la idea de explicar estos jeroglíficos y estas fábulas mediante los principios, las operaciones y el resultado de la gran obra, llamada también piedra filosofal y medicina dorada. Se ve extensamente en casi todas las obras que tratan de este misterioso arte.
[1] . Haled, Coment. en Hermet.
[2] . Kircher, Oedip. Aegypt. T. I. P. 176.
[3] . Plutarco, Isis y Osiris.

martes, febrero 27, 2007

Las Fábulas Egipcias, Introducción (4)

Los antiguos autores nos enseñaron que Hermes enseñó a los egipcios el arte de los metales y la alquimia. El padre Kircher, apoyándose en el testimonio de la historia y de toda la antigüedad, decía que Hermes había velado el arte de hacer oro bajo la sombra de enigmas y jeroglíficos, los mismos jeroglíficos que servían para evitar al pueblo el conocimiento de los misterios de Dios y de la naturaleza. Es tan patente –dice este autor–[1] que estos primeros hombres poseían el arte de hacer oro, ya sea sacándolo de toda clase de materias, ya sea transmutando los metales, que aquel que dudara de ello o quisiera negarlo se mostraría perfectamente ignorante en la historia. Los sacerdotes, los reyes y los jefes de familia eran los únicos instruidos. Este arte fue conservado siempre en un gran secreto y los que eran poseedores de este guardaban siempre un profundo silencio al respecto, por miedo a que los laboratorios y el santuario más oculto de la naturaleza, fueran descubiertos al pueblo ignorante, volviendo este conocimiento en perjuicio y en ruina de la república. El ingenioso y prudente Hermes previniendo este peligro que amenazaba al Estado, tuvo razón, pues, al ocultar este arte de hacer oro bajo los mismos velos y las mismas oscuridades jeroglíficas que servían para ocultar al pueblo profano la parte de la filosofía que concernía a Dios, los ángeles y al Universo.
El padre Kircher no es sospechoso respecto a este tema, puesto que ha discutido contra la piedra filosofal en todas las circunstancias en las que ha tenido ocasión de hablar. Es preciso, pues, que la evidencia y la fuerza de la verdad le hayan arrancado tales declaraciones, si no fuera así sería difícil conciliarlo con él mismo. Dice en su prefacio sobrde la alquimia de los egipcios: Algún Aristarco se levantará sin duda contra mí porque me propongo hablar de un arte que muchos consideran odioso, engañoso, sofístico y lleno de supercherías, sin embargo muchos otros tienen una idea de él como de una ciencia que manifiesta el más alto grado de la sabiduría divina y humana. Pero aunque se enfaden porque me he propuesto explicar, en calidad de Edipo, todo lo que los egipcios han velado bajo sus jeroglíficos, debo tratar de esta ciencia que tenían sepultada en las mismas tinieblas de los símbolos. No es que yo lo apruebe o que piense que se puede sacar de esta ciencia alguna utilidad en cuanto a la parte que concierne al arte de hacer oro, sino porque toda la respetable antigüedad habla de ello y nos lo ha transmitido bajo el sello de una infinidad de jeroglíficos y de figuras simbólicas. Es cierto que de todas las artes y de todas las ciencias que provocan la curiosidad humana a las cuales el hombre se aplica, no he conocido ninguna que haya sido atacada con más fuerza y que haya sido mejor defendida.

Él aporta en el curso de la obra un gran número de testimonios de antiguos autores, para probar que esta ciencia era conocida por los egipcios, que Hermes la enseñó a los sacerdotes y que era de tal manera un honor en aquel país que era un crimen merecedor de muerte divulgarlo a otros que no fueran los sacerdotes, reyes y filósofos de Egipto.
El mismo autor concluye, a pesar de todos estos testimonios,[2] que los egipcios no conocían la piedra filosofal y que sus jeroglíficos no tenían como objeto su práctica. Es sorprendente que habiéndose tomado la molestia de leer a los autores que tratan de ello, para explicar mediante ellos el jeroglífico hermético del cual muestra la figura y que copiándolas, por así decirlo, palabra por palabra a este efecto, tales como son los Doce tratados del Cosmopolita y el de la Obra secreta de la Filosofía de Hermes de Espagnet, etc., Kircher ose sostener que esta figura y los otros jeroglíficos no muestran la piedra filosofal, de la que los autores que acabo de citar tratan, como se dice exprofeso. Puesto que todo lo que estos autores dicen concierne a la piedra filosofal, Kircher sólo ha debido de emplear sus razonamientos para este objeto. Los egipcios –dice– no tenían en vistas la práctica de esta piedra y si tocaban alguna cosa de la preparación de los metales que desvele los tesoros más secretos de los minerales, no entendían por ello lo que los alquimistas antiguos y modernos entienden; sino que indicaban una cierta sustancia del mundo inferior análoga al Sol, dotada de excelentes virtudes y de propiedades sorprendentes, que están por encima de la inteligencia humana, es decir, una quintaesencia oculta en todos los mixtos, impregnada de la virtud del espíritu universal del mundo, y aquel que, inspirado por Dios y esclarecido por sus divinas luces, encontrara el medio de extraerla, se volvería mediante ella exento de todas las enfermedades y llevaría una vida llena de dulzura y satisfacciones. No era, pues, de la piedra filosofal que hablaban, sino del elixir, que es de lo que acabo de hablar.
Si lo que acabamos de aportar de Kircher no es precisamente referente a la piedra ticos, antiguos o modernos, fue siempre el de extraer de un cierto sujeto, por las vías naturales, este elixir o esta quintaesencia de la que habla Kircher, y operar siguiendo las leyes de la naturaleza, de manera que separándola de las partes heterogéneas en las cuales está envuelta, se pueda poner en estado de actuar sin obstáculos, para liberar a los tres reinos de la naturaleza de sus enfermedades, lo que casi no sabría negar que fuera posible, puesto que este espíritu universal siendo el alma de la naturaleza y la base de todos los mixtos, les es perfectamente análogo, como él lo es por sus efectos y sus propiedades con el Sol, es por lo que los filósofos dicen que el Sol es su padre y la Luna su madre.
filosofal, yo no se en qué consiste. El objetivo de los filósofos hermé
[1] . Kircher, Oedypus Aegypto. T. II, p. 2 de Alquymia, cap. 1.
[2] . Kircher, ibidem. cap. 7.

lunes, febrero 26, 2007

Las Fábulas Egipcias, Introducción (3)



A todo hombre sensato que de buena fe quiera reflexionar sobre las absurdidades de las fábulas nada le impide considerar a los dioses como seres imaginarios, puesto que las divinidades paganas sacan su origen de las que los egipcios habían inventado. Pero Orfeo y los que llevaron estas fábulas a Grecia las declamaron de la manera y en el sentido que las habían tomado en Egipto. Si en este país sólo fueron imaginadas para explicar simbólicamente lo que pasa en la naturaleza, sus principios, sus procedimientos, sus producciones y al mismo tiempo alguna operación secreta de un arte que imitaría a la naturaleza para lograr un mismo objetivo, se deben de explicar las fábulas griegas, al menos las antiguas, las que han sido divulgadas por Orfeo, Melampo, Lino, Homero, Hesíodo, etc., en el mismo sentido y conforme a la intención de sus autores, ya que se proponían tener a los egipcios por modelo.
La mayor parte de las obras fabulosas han llegado hasta nosotros; se puede hacer un análisis reflexivo y ver si en ellas se han colado algunos tratados particulares que desenmascaren el objeto que tenían a la vista. Todas las puerilidades los absurdos que sorprenden en estas fábulas, muestran que el deseo de sus autores no era el de hablar de la Divinidad real. Habían sacado de las obras de Hermes y en la frecuentación de los sacerdotes de Egipto ideas muy puras y muy elevadas de Dios y de sus atributos como para hablar de una manera en apariencia tan indecente y ridícula.
Cuando es preciso tratar de los altos misterios de Dios lo hacen con mucha elevación de ideas, sentimientos y expresiones, tal como conviene. Entonces no se trata de incestos, de adulterios, de parricidios, etc. En tal caso sólo podían tener la naturaleza a la vista; personificaron, a la manera de los egipcios, los principios que ella emplea y sus operaciones, representaron sus diferentes fases y las ocultaron bajo diferentes velos, aunque entendieran la misma cosa. Tuvieron la destreza de mezclar lecciones de política, moral y tratados generales de física; alguna vez tomaron un hecho histórico para formar sus alegorías, pero todas estas cosas no son más que accidentales y no hicieron de ello base y objetivo.
En vano se intentará explicar estos jeroglíficos fabulosos por otros medios. Los que han creído que s y heroínas, al menos como reyes, reinas y gentes de las que han relatado sus acciones. Pero la dificultad de colocarlo todo siguiendo las reglas del hecho cronológico presenta en su trabajo un obstáculo invencible, es un laberinto del que no saldrán jamás. El objetivo de la historia fue en todos los tiempos el proponer modelos de virtud a seguir y ejemplos para formar las costumbres, se podría casi pensar que los autores de estas fábulas se habrían propuesto este objetivo, pero están llenas de tantas absurdidades y tratos tan licenciosos que están muchísimo más cerca de corromper las costumbres que de formarlas. Sería, pues, igualmente inútil torturarse buscándoles un sentido moral.
debían de hacerlo por la historia, han tenido la necesidad de admitir la realidad de estos dioses, diosas, héroe
Sin embargo probablemente se pueden distinguir cuatro clases de sentidos dados a estos jeroglíficos, tanto para los egipcios como para los griegos y las otras naciones donde fueron usados. Los ignorantes, de los que el común del pueblo estaba compuesto, tomaban la historia de los dioses por la letra, lo mismo que las fábulas que habían sido imaginadas en consecuencia, he aquí la fuente de supersticiones a las que el pueblo estaba tan inclinado. La segunda clase era la de aquellos que pensaban que estas historias no eran más que ficciones, entonces penetraban en los sentidos ocultos y misteriosos de las fábulas y estos les explicaban las causas, los efectos y las operaciones de la naturaleza. Y como habían adquirido un conocimiento perfecto, mediante las instrucciones secretas que se daban unos a otros sucesivamente, siguiendo aquellas que habían recibido de Hermes, operaban cosas sorprendentes accionando los resortes de la naturaleza a la que se proponían imitar en sus procedimientos para llegar a un mismo objetivo. Estos son los efectos que formaban el objeto del Arte Sacerdotal; este arte sobre el cual obligaban guardarlo en secreto bajo juramento y que les estaba prohibido, bajo pena de muerte, divulgar de alguna manera a otros que a aquellos que juzgaran dignos de ser iniciados en el orden sacerdotal, de donde los reyes eran sacados.
Este arte no era otro que el de hacer una cosa que pudiera ser fuente de dicha y de felicidad del
hombre en esta vida, es decir, fuente de salud, de riquezas y de conocimiento de toda la naturaleza. Este secreto tan recomendado no podía tener otros objetivos. Hermes instituyendo los jeroglíficos no deseó introducir la idolatría ni mantener secretas las ideas que debían de tener de la Divinidad; su objetivo era hacer conocer a Dios, como el único Dios e impedir que el pueblo adorara a otros; se esforzó en hacerlo conocer a todos los individuos, haciendo considerar en cada uno los rasgos de la sabiduría divina. Si veló bajo la sombra de los jeroglíficos algunos sublimes misterios no fue tanto para ocultarlos al pueblo sino por el hecho de que estos misterios no estaban a su alcance y que no pudiéndolos contener en los límites de un prudente y sabio conocimiento no dudarían en falsear las instrucciones que se les dieran a este respecto. Sólo a los sacerdotes era confiado este conocimiento tras una prueba de muchos años. Era preciso, pues, que este secreto tuviera otro objetivo.
Muchos antiguos nos han dicho que consistía en el conocimiento de lo que habían sido Osiris, Isis,
Horus y los otros pretendidos dioses, y que estaba prohibido, bajo pena de perder la vida, decir que habían sido hombres. Pero ¿estaban en lo cierto estos autores en lo que aventuraban? Y si lo que decían era verdad, este secreto no tendría por objeto a Dios, los misterios de la Divinidad y su culto, puesto que Hermes, que obligó a los sacerdotes a respetar este secreto, sabía bien que Osiris, Isis, etc., no eran dioses y no los hubiera dado como tales a los sacerdotes que habría instruido en la verdad, al mismo tiempo que habría inducido a error al pueblo. No se puede suponer un tan gran hombre con una conducta tan condenable y que no está acorde de ninguna manera con el retrato que se nos ha hecho de él.
El tercer sentido del que estos jeroglíficos son susceptibles, fue el de la moral o el de las reglas de conducta. Y el cuarto era propiamente el de la alta sabiduría. Se explicaba, mediante estas pretendidas historias de los dioses, todo lo que había de sublime en la religión, en Dios y en el Universo. Es de allí de donde los filósofos extrajeron lo que han dicho de la Divinidad. No lo mantenían en secreto para aquellos que podían comprenderlo. Los filósofos griegos fueron instruidos en la frecuentación que tuvieron con los sacerdotes y de esto se tienen grandes pruebas en todas sus obras. Todos los autores convienen en ello, y se nombra a aquellos de los que estos filósofos tomaron sus lecciones. Se dice que Eudoxio tuvo por maestro a Conofeo de Menfis; Solon a Sonchis de Sais; Pitágoras a Oenufeo de Heliópolis, etc. Pero aunque no hubieron ocultado nada para la mayor parte de estos filósofos, en cuanto a lo que se observaba de la Divinidad y la filosofía tanto moral como física, sin embargo no les enseñaron a todos este Arte Sacerdotal del que hemos hablado. Quien dice Arte dice una cosa práctica. El conocimiento de Dios no es un arte, no más que el conocimiento de la moral, ni de la filosofía.

domingo, febrero 25, 2007

Las Fábulas Egipcias, Introducción (2)

No es sorprendente que el pueblo haya ido a parar ciegamente a ideas tan extravagantes. Poco acostumbrado a reflexionar sobre cosas que no fueran las que se cuidaban de evitar la ruina de sus intereses, o la protección de su vida, dejó a los que tenían más tiempo el cuidado de pensar y de instruirlo. Los sacerdotes sólo razonaban con el pueblo simbólicamente y este lo tomaba todo al pie de la letra. En los comienzos obtuvo ideas correctas sobre Dios y la naturaleza; así mismo es verosímil que la mayoría de ellas las conservara siempre.
Los egipcios que pasaban por ser los más espirituales y los más iluminados de todos los hombres ¿hubieran podido ir a parar a las absurdidades más groseras y a puerilidades tan ridículas como las que se les atribuyen? No se debe de creer lo mismo de aquellos que de entre los griegos fueron a Egipto para ponerse al día de sus ciencias, que sólo se aprendían mediante jeroglíficos. Si los sacerdotes no les desvelaron a todos el secreto del Arte Sacerdotal al menos no les ocultaron lo que concernía a la teología y la física. Orfeo se metamorfoseó, por así decirlo, en Egipto y se apropió de sus ideas y sus razonamientos, hasta el punto que los himnos y lo que ellos encierran,[1] anuncian más bien a un sacerdote egipcio que a un poeta griego. Él fue el primero que transportó a Grecia las
fábulas de los egipcios; pero no es probable que un hombre, al que Diodoro de Sicilia llama el más sabio de los griegos, recomendable por su espíritu y sus conocimientos, haya querido narrar en su patria estas fábulas como realidades. ¿Habrían tenido otros poetas como Homero y Hesíodo la sangre fría de engañar a los pueblos dándoles como verdaderas historias y hechos falsos con unos actores que jamás existieron?
Un discípulo convertido en maestro da comúnmente sus lecciones y sus instrucciones de la misma manera y siguiendo el método que él las recibió. Ellos habían sido instruidos, mediante fábulas, jeroglíficos, alegorías y enigmas, y así mismo las utilizaron. Se trata de misterios, y han escrito misteriosamente. No era necesario advertir a los lectores, incluso los menos clarividentes podían darse cuenta de ello. Es suficiente poner atención a los títulos de las obras de Eumolpo, Meandro, Melantio, Jámblico, Evanto y tantos otros que están llenos de fábulas, para convencerse totalmente de que deseaban ocultar los misterios bajo el velo de estas ficciones y que sus escritos encierran cosas que no se manifiestan a primera vista aunque se haga una lectura muy atenta.
Jámblico se explica así al comienzo de su obra: Los escribanos de Egipto piensan que Mercurio lo había inventado todo, le atribuían todas sus obras. Mercurio preside la sabiduría y la elocuencia; Pitágoras, Platón, Demócrito, Eudoxo y muchos otros fueron a Egipto para instruirse mediante la frecuentación de los sabios sacerdotes de este país. Los libros de los asirios y los egipcios están llenos de las diferentes ciencias de Mercurio y las columnas las presentan a los ojos del público. Están llenas de una doctrina profunda; Pitágoras y Platón sacaron de allí su filosofía.
La destrucción de muchas ciudades y la ruina de casi todo Egipto por Cambises, rey de Persia, dispersó a muchos de los sacerdotes en los países vecinos y en Grecia. Llevaron allí sus ciencias; pero sin duda continuaron enseñándolas a la manera usada entre ellos, es decir, misteriosamente. Al no querer prodigarlas a todo el mundo, las envolvieron aún en las tinieblas de las fábulas y de los jeroglíficos, a fin de que el común, viendo no viera nada y oyendo no comprendiera nada. Todos extrajeron de esta fuente, pero unos sólo tomaban agua pura y limpia mientras que la enturbiaban para los otros que no encontraron allí más que barro. De ahí esta fuente de absurdos que han inundado la tierra durante tantos siglos. Estos misterios ocultos bajo tantas envolturas, mal entendidos y mal explicados, se extendieron en Grecia y de allí por toda la tierra.
 Estas tinieblas, en el seno de las cuales nació la idolatría, se extendieron más y más. La mayor parte de los poetas, poco al corriente de estos misterios en cuanto a su fondo, encarecieron aún más sobre las fábulas de los egipcios y el mal se desarrolló hasta la venida de Jesús-Cristo nuestro Salvador, quien desengañó a los pueblos de los errores en los que estas fábulas les habían arrojado. Hermes había previsto esta decadencia del culto divino y los errores de las fábulas que debían de tomar su lugar:[2] El tiempo vendrá –dice– en que parecerá que los egipcios han adorado inútilmente a la Divinidad con la piedad requerida y que han observado su culto con todo el celo y exactitud que debían... ¡Oh, Egipto! ¡Oh, Egipto! No quedará de tu religión más que las fábulas que se volverán increíbles para nuestros descendientes; las piedras gravadas y esculpidas serán los únicos monumentos de tu piedad.

Es cierto que ni Hermes ni los sacerdotes de Egipto no reconocían una pluralidad de dioses. Que se lea atentamente los himnos de Orfeo, particularmente el de Saturno donde dice que este dios está extendido en todas las partes que componen el Universo y que no ha sido engendrado; que se reflexione sobre el Asclepios de Hermes, sobre las palabras de Parménides el pitagórico, sobre las obras del mismo Pitágoras, se encontrará por todas partes
expresiones que manifiestan su sentimiento sobre la unidad de un Dios, principio de todo, él mismo sin principio, y que todos los otros dioses de los que hacen mención sólo son diferentes denominaciones, ya sea de sus atributos ya sea de las operaciones de la naturaleza. Jámblico es capaz de convencernos de ello por lo que dice de los misterios de los egipcios, cuando sus discípulos le preguntaron cuál pensaba que era la primera causa y el primer principio de todo.
Hermes y los otros sabios, pues, sólo presentaron a los pueblos las figuras de las cosas y de los dioses para manifestarles un sólo y único Dios en todas las cosas, pues aquel que ve la sabiduría,[3] la providencia y el amor de Dios manifestados en este mundo, ve a Dios mismo, puesto que todas las criaturas sólo son espejos que reflejan sobre nosotros los rayos de la sabiduría divina. Se puede ver sobre ello la obra de Paul Ernest Jablonski, donde justifica perfectamente a los egipcios de la idolatría ridícula que se les imputa.[4]
Los egipcios y los griegos no siempre tomaron estos jeroglíficos por puros símbolos de un solo Dios; los sacerdotes, los filósofos de Grecia, los magos de Persia, etc. Fueron los únicos que conservaron esta idea, pero la de la pluralidad de los dioses se acreditó de tal manera entre el pueblo, que los principios de la sabiduría y de la filosofía no siempre fueron tan fuertes como para vencer la timidez de la debilidad humana en aquellos que habrían podido desengañar a este pueblo y hacerle conocer su error. Los filósofos parecían adoptar en público las absurdidades de las fábulas, lo que hizo que un sacerdote de Egipto gimiendo sobre la pueril credulidad de los griegos, dijera un día a algunos: Los griegos son niños y siempre serán niños.[5]
Esta manera de expresar a Dios, sus atributos, la naturaleza, sus principios y sus operaciones fue usada por toda la antigüedad y en todos los países. No se creía que fuera conveniente divulgar al pueblo misterios tan elevados y tan sublimes. La naturaleza del jeroglífico y del símbolo es conducir al conocimiento de una cosa mediante la representación de otra totalmente diferente. Pitágoras, según Plutarco,[6] fue de tal manera embargado de admiración cuando vio la manera en que los sacerdotes de Egipto enseñaban las ciencias que se propuso imitarles; le salió tan bien que sus obras están llenas de equívocos y sus sentencias están veladas mediante rodeos y maneras de expresar muy misteriosas. Moisés, si queremos creer a Ramban,[7] escribió sus libros de una manera enigmática: Todo lo que está contenido en la ley de los hebreos –dice este autor– está escrito en un sentido alegórico o literal, mediante términos que resultan de algunos cálculos aritméticos, o de algunas figuras geométricas de caracteres cambiados o transpuestos o colocados armónicamente siguiendo su valor. Todo esto resulta de las formas de los caracteres, de sus uniones y de sus separaciones, de su inflexión, su curvatura, su rectitud, de lo que les falta, de lo que tienen de más, de su grandeza, de su pequeñez, de su obertura, etc.
Salomón consideró los jeroglíficos, los proverbios y los enigmas como objeto digno de estudio de un hombre sabio, se puede ver las alabanzas que les hace en todas sus obras. El sabio se dará[8] al estudio de las parábolas; se aplicará a interpretar las expresiones, las sentencias y los enigmas de los antiguos sabios. Penetrará[9] en los rodeos y las sutilezas de las parábolas, discutirá los proverbios para descubrir lo que hay allí de más oculto, etc.
Los egipcios no siempre se expresaban mediante jeroglíficos o enigmas, sólo lo hacían cuando era preciso hablar de Dios o de lo que pasa secretamente en las operaciones de la naturaleza; los jeroglíficos de uno no eran siempre los jeroglíficos del otro. Hermes inventó la escritura de los egipcios; no se está de acuerdo en la clase de caracteres que primero puso en uso, pero se sabe que había cuatro clases: la primera[10] eran los caracteres de la escritura vulgar conocida por todo el mundo y empleada en el comercio de la vida. La segunda sólo la usaban entre los sabios, para hablar de los misterios de la naturaleza; la tercera era una mezcla de caracteres y de símbolos; y la cuarta era el carácter sagrado, conocido por los sacerdotes, que sólo la usaban para escribir sobre la Divinidad y sus atributos.

[1] . Kircher. Ob. Pamph. Lib. II, cap. 3. Este testimonio del P. Kircher no ha podido persuadir a los sabios que consideran las obras de Orfeo como supuestas.
[2] . Hermes, Asclepio.
[3] . S. Denis el Aeropagita.
[4] . Jablonski, Pantheon Aegyptiorum. Frankfurt, 1751.
[5] . Platón, Timeo.
[6] . Plutarco, Libro de Isis y Osiris.
[7] . Rambán, Exordio al Génesis.
[8] . Proverbios, cap. 1.
[9] . Eclesiástico, cap. 39.
[10] . Abenephis.

sábado, febrero 24, 2007

Fábulas y Jeroglíficos egipcios (introducción-1)

Todo en los egipcios tenía un aire de misterio, según el testimonio de San Clemente de Alejandría.[1] Sus casas, sus templos, sus instrumentos, los hábitos que llevaban tanto en las ceremonias de su culto como en las pompas y las fiestas públicas, sus mismos gestos eran símbolos y representaciones de alguna cosa grande. Habían tomado esta manera de hacer de las instrucciones del más gran hombre que jamás se haya parido. Él mismo era egipcio, llamado Thot o Phtah por sus compatriotas, Taut por los fenicios,[2] y Hermes Trismegisto por los griegos. La naturaleza parecía haberlo escogido como favorito y en consecuencia le había prodigado todas las cualidades necesarias para estudiarla y conocerla perfectamente; Dios le había infundido, por así decirlo, las artes y las ciencias a fin de que instruyese al mundo entero.
Viendo que la superstición estaba introducida en Egipto y que ésta había oscurecido las ideas que sus padres les habían dado de Dios, pensó seriamente en prevenir de la idolatría que amenazaba en colarse insensiblemente en el culto divino. Pero sintió que el propósito no era descubrir los misterios más sublimes de la naturaleza y de su Autor a un pueblo tan poco capaz de ser impresionado por su grandeza, como poco susceptible de su conocimiento. Convencido de que más pronto o más tarde este pueblo abusaría de ello, pensó inventar símbolos tan sutiles y tan difíciles de entender que sólo los sabios y los genios más penetrantes fueran los que pudieran ver claro, mientras que el común de los hombres sólo encontrara allí motivo de admiración. Tenía sin embargo el deseo de transmitir sus ideas claras y puras a la posteridad y no quiso dejarlas a la adivinación sin determinar su significado y sin comunicarlas a algunas personas. Por esta razón eligió un cierto número de hombres que reconoció como los más apropiados para ser depositarios de su secreto y esto solamente entre los que podían aspirar al trono. Los estableció como sacerdotes del Dios viviente, tras haberlos reunido e instruido en todas las ciencias y las artes, explicándoles lo que significaban los símbolos y los jeroglíficos que había imaginado. El autor hebreo del libro que lleva por título la Casa de Melkisedec habla de Hermes en estos términos:La casa de Canaan vio salir de su seno a un hombre de una sabiduría consumada, llamado
Adris o Hermes. Instituyó la primera de las escuelas, inventó las letras y las ciencias matemáticas, enseñó a los hombres el orden del tiempo; les dio las leyes, les mostró la manera de vivir en sociedad y llevar una vida dulce y graciosa; aprendieron de él el culto divino y todo lo que podía contribuir en hacerles vivir dichosamente, de manera que todos los que él tomó se volvieron recomendables en las artes y las ciencias aspirando a llevar el mismo nombre de Adris.
Entre el número de estas artes y ciencias había una que sólo comunicó a los sacerdotes a condición de que la guardaran para ellos en secreto inviolable. Y les obligó bajo juramento a divulgarlo solamente a aquellos que, tras una larga prueba, hubieran sido encontrados dignos de sucederles; los mismos reyes les prohibieron revelarlo bajo pena de muerte. Este arte era llamado el Arte de los Sacerdotes, como lo aprendemos de Salamas,[3] de Mahumet Ben Almaschaudí en Gelaldino,[4] de Ismael Sciachinfeia y de Gelaldino mismo. Alkandi hace mención de Hermes en los términos siguientes: En el tiempo de Abraham vivió en Egipto Hermes o Idris segundo, que la paz esté sobre él, y se le dio el sobrenombre de Trismegisto, porque era profeta, rey y filósofo. Enseñó el arte de los metales, la alquimia, la astrología, la magia, la ciencia de los espíritus [...] Pitágoras, Bentocles (Empedocles), Arquelao el sacerdote, Sócrates, orador y filósofo, Platón autor político y Aristóteles el lógico, sacaron su ciencia de los escritos de Hermes. Eusebio declara expresamente que, según Manethón, Hermes fue el institutor de los jeroglíficos, que los redujo en orden y los desveló a los sacerdotes, que Manethón, gran sacerdote de los ídolos, los explicó en lengua griega a Ptolomeo Filadelfo. Estos jeroglíficos eran considerados como sagrados y los tenían ocultos en los lugares más secretos de los templos.[5]
El gran secreto que observaron los sacerdotes y las altas ciencias que profesaban les hicieron ser considerados y respetados por todo Egipto, no obstante durante largos años no tuvieron ninguna comunicación con los extranjeros, hasta que les fue dada la libertad de comercio. Egipto siempre fue considerado como el seminario de las ciencias y de las artes. El misterio que los sacerdotes mantenían irritaba aún más la curiosidad. Pitágoras[6] siempre deseoso de aprender, consintió en sufrir la
circuncisión para estar entre el número de los iniciados. En efecto, era halagüeño para un hombre ser distinguido del común, no por un secreto cuyo objeto habría parecido quimérico, sino por las ciencias reales, que no se podían aprender sin éste, puesto que sólo se comunicaban en el fondo del santuario, y solamente a aquellos que se les había encontrado dignos, por la extensión de su genio y por su honradez.
Pero como las leyes más sabias encuentran siempre prevaricadores y como las cosas mejores instituidas están condenadas a no durar siempre en el mismo estado, las figuras jeroglíficas,
que debían de servir de fundamento inquebrantable para apoyar la verdadera religión y mantenerla en toda su pureza, fueron motivo de caída para el pueblo ignorante. Los sacerdotes obligados a mantener el secreto en lo concerniente a ciertas ciencias, temieron violarlo explicando estos jeroglíficos respecto a la religión, porque sin duda imaginaron que se encontrarían entre las gentes del común suficientes clarividentes como para sospechar que estos jeroglíficos servían al mismo tiempo de velo para algunos otros misterios y que llegarían al extremo de penetrarlos. Era preciso, pues, esquivarlos alguna vez y al dar explicaciones forzadas se convertirían en error. Así mismo añadieron algunos símbolos arbitrarios a los que Hermes había inventado; fabricaron fábulas que seguidamente se multiplicaron e indujeron insensiblemente a la costumbre de considerar como dioses a cosas que sólo se presentaban al pueblo para recordarle la idea de un solo y único Dios viviente.
[1] . Clemente de Alejandría, Estromatas, lib. 6.
[2] . Eusebio, lib. 1, c. 7.
[3] . De mirabili mundi.
[4] . Historia de Egipto.
[5] . Regi magno Ptolomaeo, &c. Eusebio en Sozomenis.
[6] . S. Clemente de Alejandría, Estromatas, lib. I.

jueves, febrero 22, 2007

Nota del Traductor

Hasta aquí el Tratado de la Obra Hermética de Pernety y anteriormente el Tratado de Física, así como anteriormente las Fábulas Griegas. Ahora empiezan las Fábulas Egipcias, madre negra de las anteriores, y no se me ocurre mejor manera de encabezarlas que con esta sentencia egipcia que aparece en el Mensaje Reencontrado de Louis Cattiaux,[1] y que resume el gran Arte y la sagrada Ciencia de Hermes:
Este libro ha sido compuesto por Isis para su hermano Osiris, a fin de hacer revivir su alma, reanimar su cuerpo y devolver el vigor y la juventud a todos sus miembros divinos, a fin de que, finalmente, sea reunido con el Sol, su padre. SAHU.
[1] . El Mensaje Reencontrado, ed. Sirio, Málaga 1996, epígrafes del libro XI, también se puede encontrar una edición en Amazón.com, realizada por Beya Éditions.

martes, febrero 20, 2007

Conclusión (del Tratado de la Obra Hermética)




Todo lo que he tratado está sacado de los autores; casi siempre he utilizado sus propias expresiones. He citado de cuando en cuando algunos a fin de persuadir mejor de que yo sólo hablo conforme a lo que ellos dicen. Cuando no he citado sus obras es que no las tenía entonces en mi mano. Se debe de señalar que en ellos hay un acuerdo perfecto, pero que sólo hablan mediante enigmas y alegorías. Primeramente tenía intención de aportar muchos de los tratados sacados de las doce llaves de Basilio Valentín porque él ha empleado más a menudo que los otros las alegorías de los dioses de la fábula y en consecuencia habrían tenido una relación más inmediata con el tratado siguiente, pero los enigmas no explican a los enigmas, además esta obra es lo bastante común, no es lo mismo que las otras.
Para entender más fácilmente las explicaciones que doy en el tratado de los jeroglíficos, se ha de tener en cuenta que los filósofos dan ordinariamente el nombre de macho o padre al principio sulfuroso y el nombre de hembra al principio mercurial. El fijo también es macho o agente, el volátil es hembra o paciente. El resultado de la reunión de los dos es el hijo filosófico, comúnmente macho y a veces hembra, cuando la materia sólo ha llegado al blanco, puesto que no tiene aún toda la fijeza de la que es susceptible; los filósofos también la han llamado Luna, Diana, y al rojo Sol, Apolo, Febo. El agua mercurial y la tierra volátil siempre son hembra, a menudo madre, como Ceres, Latona, Semele, Europa, etc. El agua es designada ordinariamente bajo los nombres de doncellas, Ninfas, Náyades, etc. El fuego interno siempre es masculino y activo. Las impurezas están indicadas por los monstruos.
 Basilio Valenín, que ya he citado antes, introduce a los dioses de la fábula, o los planetas, como interlocutores en la práctica resumida que da al principio de su Tratado de las doce Llaves. He aquí la substancia. Disuelve bien, ahora bien, como enseña la naturaleza –dice este autor– encontrarás una simiente que es el principio, el medio y el fin de la obra, de la cual son producidos nuestro oro y su mujer, a saber, un sutil y penetrante espíritu, un alma delicada, limpia y pura, y un cuerpo o sal que es un bálsamo de los astros. Estas tres cosas están reunidas en nuestra agua mercurial. Se dirige esta agua al dios Mercurio su padre, que la desposa, y se hace un aceite incombustible. Mercurio saca sus alas de águila, devora su cola de dragón y ataca Marte que lo hace prisionero, y continua Vulcano como su carcelero. Saturno se presenta y conjura a los otros dioses para vengarle de los males que Mercurio le había hecho. Júpiter aprueba las quejas de Saturno y da las órdenes que fueron ejecutadas. Marte, entonces, aparece con una espada resplandeciente, variada en colores admirables, y se la da a Vulcano para que ejecute la sentencia pronunciada contra Mercurio y reduce a polvo los huesos de este dios. Diana o la Luna se lamenta de que Mercurio tenía a su hermano en prisión con él y que era preciso retirarlo, Vulcano no escucha su plegaria y así mismo no se rinde ante el ruego de la bella Venus que se presenta con todos sus atractivos. Pero al fin el Sol aparece cubierto con su manto púrpura y en todo su esplendor.
Termino este tratado con la misma alegoría que Espagnet. El Toisón de oro es guardado por un dragón de tres cabezas, la primera viene del agua, la segunda de la tierra y la tercera del aire. Estas tres cabezas deben al fin, mediante las operaciones, reunirse en una sola, que será tan fuerte y tan poderosa como para devorar todos los otros dragones. Invocad a Dios para que os aclare; si os concede este Toisón de oro, usadlo sólo para su gloria, la utilidad del prójimo y vuestra salud.

domingo, febrero 18, 2007

Los tiempos de la Piedra (del Tratado de la Obra Hermética)


Los tiempos de la piedra están indicados, –dice Espagnet– por el agua filosófica y astronómica. La primera obra al blanco debe ser terminada en la casa de la Luna; la segunda en la segunda casa de Mercurio. La primera obra al rojo, en el segundo domicilio de Venus y la segunda o última en la casa de exaltación de Júpiter, pues es de él que nuestro rey debe de recibir su cetro y su corona adornada de preciosos rubíes.Filaleteo[1] no deja de recomendar al artista que se instruya en los pesos, la medida del tiempo y del fuego; dice que no tendrá éxito jamás si ignora, en cuanto a la medicina de tercer orden, las cinco cosas siguientes.
Los filósofos reducen los años a meses, los meses a semanas y las semanas a días. Toda cosa seca bebe ávidamente la humedad de su especie. Ella actúa sobre esta humedad, después de que es imbibida, con mucha más fuerza y actividad que anteriormente. Cuanto más tierra haya y menos agua, la solución será más perfecta. La verdadera solución natural sólo puede hacerse con dos cosas de la misma naturaleza y lo que disuelve la Luna también lo disuelve el Sol.
En cuanto al tiempo determinado y su duración para la perfección de la obra, ciertamente no se puede concluir nada de lo que dicen los filósofos, porque unos, al determinarlo, no hablan de aquel que se ha de emplear en la preparación de los agentes; otros sólo tratan del elixir; otros mezclan las dos obras; los que hacen mención de la obra al rojo no hablan siempre de la multiplicación; otros sólo hablan de la obra al blanco; otros tienen su intención particular. Es por lo que se encuentra tantas diferencias en las obras sobre esta materia. Uno dice que es preciso doce años, otro diez, siete, tres, uno y medio, quince meses, otras veces es un cierto número de semanas. Un filósofo ha intitulado su obra La obra de tres días. Otro ha dicho que sólo eran precisos cuatro. Plinio el naturalista dice que el mes filosófico es de cuarenta días. En fin, todo es un misterio en los filósofos.

[1] . I. Filaleteo, Entrada abierta al palacio cerrado del Rey, p. 156.

sábado, febrero 17, 2007

Las enfermedades de los Metales (del Tratado de la Obra Hermética)

El primer vicio de los metales viene de la primera mezcla de los principios con la plata viva y el segundo se encuentra en la unión de los azufres y del mercurio. Cuanto más depurados están los elementos y más proporcionalmente mezclados y homogéneos son, más peso tienen y más maleabilidad, fusión, extensión, fulgidez e incorruptibilidad permanente. Hay, pues, dos clases de enfermedades en los metales, la primera es llamada original e incurable, la segunda viene de la diversidad del azufre que produce su imperfección y sus enfermedades, a saber, la lepra de Saturno, la ictericia de Venus, el resfriamiento de Júpiter, la hidropesía de Mercurio y la agalla de Marte.
La hidropesía del mercurio sólo le llega de la mucha acuosidad y crudeza que encuentra su causa en la frialdad de la matriz donde es engendrado y por la falta de tiempo para cocerse. Este vicio es un pecado original del que todos los otros metales participan. Esta frialdad, esta crudeza, esta acuosidad sólo pueden ser curadas por el calor y la ignidad de un azufre muy poderoso. Además de esta enfermedad, los otros metales tienen aquella que les viene de su azufre tanto interno como externo. Este último siendo sólo accidental puede ser fácilmente separado, porque no es de la primera mezcla de los elementos. Es negro, impuro, hediondo y no se mezcla con el azufre radical porque le es heterogéneo. No es susceptible de una decocción que pueda volverlo radical y perfecto.
El azufre radical purga, espesa, fija en cuerpo perfecto al mercurio radical; en lugar que el segundo que lo sofoca, lo absorbe y lo coagula con sus propias impurezas y sus crudezas, produciendo entonces los metales imperfectos. Se ve una prueba de ello en la coagulación del mercurio vulgar hecha por el vapor del azufre de Saturno, y apagada por la de Júpiter. Este azufre impuro produce toda la diferencia de los metales imperfectos. La enfermedad de los metales, pues, sólo es accidental; hay un remedio para curarlos y este remedio es el polvo filosófico, o piedra filosofal llamada por esta razón polvo de proyección. Su uso para los metales es, encerrar en un poco de cera proporcionalmente la cantidad del metal que se quiere transmutar, y echarla sobre el mercurio puesto en un crisol sobre el fuego, cuando el mercurio está a punto de ahumar. Es preciso que los otros metales estén fundidos y purificados. Se deja el crisol en el fuego hasta después de la detonación y después se retira, o se deja enfriar en el fuego.

viernes, febrero 16, 2007

Las Virtudes de la Medicina (del Tratado de la Obra Hermética)

Ella es, según el decir de todos los filósofos, la fuente de las riquezas y de la salud, puesto que con ella se puede hacer oro y plata en abundancia y porque se pueden curar no solamente todas las enfermedades que pueden ser curadas, sino que, mediante su uso moderado, se las puede prevenir. Un sólo grano de esta medicina o elixir rojo dado a los paralíticos, hidrópicos, gotosos, leprosos, los curará con tal que tomen la misma cantidad durante algunos días solamente. La epilepsia, los cólicos, los reumas, flemones, frenesí y toda enfermedad interna no se pueden mantener contra este principio de vida. Algunos adeptos han dicho que da oído a los sordos y vista a los ciegos, que es un remedio seguro contra toda clase de enfermedades de los ojos, todos los apostemas, úlceras, heridas, cáncer, fístulas, hierba de santa Catalina y todas las enfermedades de la piel, haciendo disolver un grano de ella en un vaso de vino o de agua, al que importunen los males exteriores; que funde poco a poco la piedra en la vejiga; echa todo veneno y ponzoña al beberla como dice aquí arriba.
Raimon Llull[1] asegura que es en general un remedio soberano contra todos los males que afligen a la humanidad, desde los pies hasta la cabeza, que los cura en un día si han durado un mes, en doce días si son de un año y en un mes por viejos que sean.
Arnaldo de Vilanova[2] dice que su eficacia es infinitamente superior a todos los remedios de Hipócrates, Galileo, Alejandro, Avicena y de toda la medicina ordinaria; que alegra el corazón, da vigor y fuerza, conserva la juventud y hace rejuvenecer la vejez. En general, que cura todas las enfermedades tanto cálidas como frías, tanto secas como húmedas.
Geber,[3] sin enumerar las enfermedades que esta medicina cura, se contenta en decir que supera a todas aquellas que los médicos ordinarios consideran como incurables. Que rejuvenece la vejez y la mantiene con salud durante largos años, más allá de lo normal, tomando solamente tanto como un grano de mostaza dos o tres veces a la semana en ayunas.
Filaleteo[4] añade a esto que limpia la piel de todas las manchas, arrugas, etc. Que libera a la mujer, en el potro de sujeción, del niño, si está muerto, teniendo solamente el polvo en la nariz de la madre y cita a Hermes para garantizarlo. Asegura haber sacado él mismo, de los brazos de la muerte a enfermos abandonados por los médicos. Particularmente se encuentra la manera de hacer uso de ella en las obras de Raimon Llull y de Arnaldo de Vilanova.
[1] . Raimon Llull, Testamento.
[2] . Arnaldo de Vilanova, Rosario.
[3] . Geber, Suma.
[4] . I. Filaleteo, Entrada abierta al palacio cerrado del Rey.

jueves, febrero 15, 2007

Reglas generales muy instructivas (del Tratado de la Obra Hermética)

Casi nunca se ha de tomar las palabras de los filósofos literalmente porque todos sus términos tienen doble sentido y fingen emplear aquellas que son equívocas.[1] O si hacen uso de términos conocidos y usados en el lenguaje ordinario,[2] lo que dicen parece simple, claro y natural, pero es preciso sospechar que estén compuestos con artificio. Al contrario, en los lugares que parecen embrollados, velados y casi ininteligibles, es lo que se ha de estudiar con más atención. La verdad está allí oculta. Para descubrir mejor esta verdad es preciso compararlos los unos a los otros, hacer una concordancia de sus expresiones y de sus dichos porque uno deja escapar alguna vez lo que el otro ha omitido intencionadamente.[3] Pero en esta compilación de textos se debe de tomar cuidado en no confundir lo que el uno dice de la primera preparación, con lo que el otro dice de la tercera.
Antes de ponerse manos a la obra se debe de tener todo de tal manera combinado que no se encuentre en los libros de los filósofos[4] ninguna cosa que no esté en estado de explicarse por las operaciones que uno se propone emprender. A este efecto se ha de estar seguro de qué materia se debe emplear; ver si tiene verdaderamente todas las cualidades y propiedades por las cuales los filósofos la designan, puesto que declaran que no la han nombrado por el nombre bajo el cual es conocida ordinariamente. Se debe tener en cuenta que esta materia no cueste nada o poca cosa; que la medicina, que Filaleteo,[5] después de Geber, llama medicina de primer orden o la primera preparación se perfecciona sin muchos gastos, en todo lugar, en todo tiempo, para toda clase de personas, con tal de que haya una cantidad suficiente de materia.
La naturaleza sólo perfecciona los mixtos mediante dos cosas que son de una misma naturaleza[6] no se debe, pues, tomar madera para perfeccionar el metal. El animal engendra el animal, la planta produce la planta y la naturaleza metálica los metales. Los principios radicales del metal son un azufre y una plata viva, pero no los vulgares, estos entran como complemento, así mismo como principios constituyentes, pero como principios combustibles, accidentales y separables del verdadero principio radical, que es fijo e inalterable. Se puede ver sobre la materia lo que he aportado en su artículo conforme a lo que dicen los filósofos.
Toda alteración de un mixto se hace por disolución en agua o en polvo y sólo puede ser perfeccionado por la separación de lo puro de lo impuro. Toda conversión de un estado a otro se hace mediante un agente y en un tiempo determinado. La naturaleza actúa sucesivamente; el artista debe de hacer lo mismo. Los términos de conversión, desecación, mortificación, inspisación, preparación, alteración, sólo significan la misma cosa en el arte hermético. La sublimación, descensión, destilación, putrefacción, calcinación, congelación, fijación, ceración, son, en cuanto a ellos mismos, cosas diferentes, pero sólo constituyen en la obra una misma operación continuada en el mismo vaso. Los filósofos han dado todos estos nombres a diferentes cosas o cambios que han visto pasar en el vaso. Cuando han percibido exhalar a la materia en humo sutil y subir a lo alto del vaso, han llamado a esta ascensión, sublimación. Viendo seguidamente este vapor descender al fondo del vaso lo han llamado descensión, destilación. Morien dice en consecuencia: toda nuestra operación consiste en extraer el agua de su tierra y devolverla allí hasta que la tierra se pudre y se purifica. Cuando han percibido que esta agua, mezclada con su tierra se coagula o se espesa, hasta el punto que se vuelve negra y hedionda, han dicho que ésta era la putrefacción, principio de generación. Esta putrefacción dura hasta que la materia se vuelva blanca.
Esta materia siendo negra, se reduce a polvo cuando empieza a volverse gris; esta apariencia de ceniza ha hecho nacer la idea de la calcinación, inceración, incineración, dealbación, y cuando ha llegado a una gran blancura la han nombrado calcinación perfecta. Viendo que tomaba una consistencia sólida, que no fluía más, ha formado su congelación, su endurecimiento; es por lo que han dicho que todo el magisterio consiste en disolver y en coagular naturalmente. Esta misma materia congelada y endurecida de manera que no se resuelve más en agua, les ha hecho decir que era preciso secarla y fijarla y han dado a esta pretendida operación los nombres de desecación, fijación, ceración, porque explican este término de una unión perfecta de la parte volátil con la fija bajo la forma de un polvo o piedra blanca.
Es preciso, pues, considerar esta operación como única, pero expresada en términos diferentes. Se sabrá aún que todas las expresiones siguientes significan también la misma cosa. Destilar en el alambique, separar el alma del cuerpo, arder, licuar, calcinar, cerar, dar a beber, adaptar juntos, hacer comer; juntar, corregir, cribar, cortar con las tenazas, dividir, unir los elementos, extraerlos, exhalarlos, convertirlos, cambiarlos el uno en el otro, cortar con el cuchillo, golpear con la espada, con el hacha, con la cimitarra, horadar con la lanza, con la jabalina, con la flecha, maltratar, destruir; ligar; desligar; corromper, foliar, fundir, engendrar, concebir, poner en el mundo, sacar agua, humectar, regar, imbibir, empastar, amalgamar, enterrar, incerar, lavar, lavar con el fuego, dulcificar, pulir, limar, golpear con el martillo, mortificar, ennegrecer, pudrir, dar vueltas a la torre, circular, rubificar, disolver, sublimar, meter en colada, inhumar, resucitar, reverberar, moler, poner en polvo, triturar en el mortero, pulverizar sobre el mármol, y tantas otras expresiones parecidas; todo esto sólo quiere decir cocer por un mismo régimen, hasta el rojo subido. Se debe tener cuidado, pues, de no remover el vaso y no retirar el fuego, pues si la materia se enfriara todo estaría perdido.

[1] . Respecto a la Y griega véase en el Hilo de Penélope de Emmanuel d’Hooghvorst, en Arola Editors, Tarragona, 2000, pág. 49, nota 3. N. del T.[2] . Geber, Espagnet y muchos otros.
[3] . I. Filaleteo.
[4] . Zachaire.
[5] . I. Filaleteo, Enarr. Meth. Trium.Gebr. medic.
[6] . Cosmopolita.